miércoles, 15 de junio de 2016

Objetos mágicos

No cabe duda de que vivimos en una sociedad mucho más materialista que la de nuestros predecesores, en el sentido de que creemos que la ciencia ha encontrado explicaciones para casi todo lo que preocupaba al hombre de antaño y se ha abandonado en gran medida la creencia en el más allá, en lo oculto del tarot y de los mágico, en las supersticiones.

La religión es entonces una costumbre, un modo de vivir la vida, más que el fruto de una necesidad vital por hallar respuestas a preguntas existenciales. Dios está presente en la mente de todos, pero el buen tiempo y las buenas cosechas ya no dependen tanto de su voluntad como de la meteorología, que nos explica de modo creíble por qué llueve o cómo se genera un huracán.

Si realizásemos una encuesta en nuestras ciudades para conocer si el hombre aún cree en talismanes, amuletos, etc., estamos convencidos —y el lector coincidirá con nosotros— de que la respuesta sería afirmativa.

En la presente obra se estudian los elementos que los conforman, sus características y las fuerzas que se les suponen, así como el modo de construirlos, consagrarlos y utilizarlos para su mejor provecho.

Finalmente se incluye un diccionario de los amuletos, talismanes y filacterias que abarca tanto los de uso más común y construcción más sencilla, como los más elaborados, procedentes de antiguas culturas.

Un apasionante viaje a través del tiempo

No cabe duda de que la evolución y la prosperidad del ser humano fueron consecuencia de su capacidad de procurarse alimentos de modo estable, en cantidad suficiente y con regularidad.

Si en un principio el hombre se veía obligado a perseguir los animales en un constante ir y venir por zonas donde abundara el pasto, las técnicas del cultivo de la tierra permitieron que se asentara en poblados más o menos estables.

La mejora de estas técnicas, además, se tradujo en excedentes de comidas que permitían alimentar a una población cada vez más numerosa. Por otra parte, se podían desarrollar otras habilidades, pues se disponía de tiempo para comprender, para experimentar. Se trabajaban los metales y se conseguían utensilios domésticos, armas más poderosas, herramientas que mejoraban el rendimiento del trabajo.

Estas condiciones se dieron en las tierras de Mesopotamia, privilegiadas por la benignidad del clima y por el riego de los ríos. Precisamente, es en esta zona donde muchos historiadores sitúan el origen de las grandes civilizaciones.

Perviven las grandes dudas, las grandes preguntas y miedos del hombre primitivo, pero los excedentes de alimentos y la extensión de la sociedad permiten que algunos de sus componentes puedan dedicarse a elaborar religiones, cultos y ritos que habrían de servir, si no para explicar, sí para apaciguar ese terror ante lo desconocido.

El destino podía cebarse igualmente en un pueblo, y la sequía y las plagas seguían siendo un azote, pero se disponía entonces de esos rituales para conjurarlos.

Entre los caldeos el amuleto implica un modo de hacer permanente —con el fin de disponer en todo momento de él— tal o cual rito religioso o conjuro de magia negra, defensivo o preventivo, con una clara identificación con el principio que representan. Así, llevar encima una pluma de águila cazadora de serpientes debía proteger, precisamente, de estos ofidios.

Estos amuletos caldeos eran básicamente naturales y se basaban en principios de magia simpática, esto es, si se buscaba la defensa contra una agresión, el objeto más adecuado eran las garras o los dientes de un animal salvaje al que le servían para protegerse; si se pretendía que fuera preventivo contra la enfermedad, se buscaba aquella planta con poderes curativos y se llevaba siempre encima.

Por otra parte, la evolución del hecho religioso en Mesopotamia se dirigía hacia una clara dualidad, que se distinguía por la creencia en que los hechos benignos eran debidos a genios buenos y los malignos a genios malos.

Por tanto, el modo de evitar la desgracia o los avatares del destino era mantener a raya a los genios malignos mediante encantamientos y exorcismos; estos procedimientos mágicos que se utilizaban ante manifestaciones del mal concretas, se aplicaban en la construcción de amuletos y talismanes, que procuraban una protección más continuada y uniforme.

Por ejemplo, para prevenir determinadas enfermedades, como la locura, que se atribuían a la maléfica influencia del rey de los demonios, Utug, el hechicero construía con un pedazo de madera procedente de la médula del árbol, una reproducción grotesca y lo más horrorosa posible de la imagen de Utug; con ella se pretendía que el demonio se asustara de su propia imagen y abandonara el cuerpo del doliente.

El desarrollo de un lenguaje o de una simbología escrita permitía también a los habitantes de Mesopotamia trasladar la fuerza del oficio exorcista o rito mágico practicado por el hechicero al dominio de lo cotidiano.

En efecto, se creía entonces que la palabra escrita que designaba un objeto disponía de las mismas facultades que dicho objeto. Y así, para procurarse la protección que el hechicero repartía mediante un rito mágico, se grababan en una tablilla sus palabras y se disponía de esa protección de. modo regular.

Estos talismanes, según su función, solían colocarse en la puerta de entrada de los habitáculos, en los corrales para preservar al ganado de la enfermedad, en las fuentes para que no se secaran, etc.

Hasta nuestros días se han conservado un buen número de símbolos mágicos y oraciones de exor-ción grabados en grandes piedras que se colocaban ante las casas, o en pequeños cilindros de piedra que servían para el uso personal y protegían contra la influencia de hechiceros de lo maligno y de los genios del mal.

En el antiguo Egipto se concebía al hombre como una tríada: el cuerpo físico (dyet), el espíritu o cuerpo astral que nacía y moría con el físico (ka) y el alma, ba, que al morir el hombre abandonaba el cuerpo para dirigirse a las más altas regiones celestes.

Por ello, cuando alguien moría se decía que su ba se había ido para reunirse con los dioses, mientras que el ka permanecía junto al cuerpo muerto, viviendo una vida completa, aunque encadenado al sepulcro y a los restos del dyet.

De ahí la importancia que en Egipto se daba a la momificación de los difuntos, pues se consideraba que deteriorar o mutilar la momia significaba dispersar el ka, eliminarlo, lo que ellos traducían como la muerte real y total del individuo, la completa pérdida de su personalidad.

Por ello son tan frecuentes los hallazgos de toda suerte de amuletos y talismanes en las tumbas egipcias, tanto en las de los faraones como en las de los de simples peones, pues debían proteger a los cuerpos momificados de los malos espíritus, de roedores e insectos y de los profanadores de tumbas.

Continuaremos con este apasionare tema en el siguiente artículo.