No cabe duda de que vivimos en una sociedad mucho más
materialista que la de nuestros predecesores, en el sentido de que creemos que
la ciencia ha encontrado explicaciones para casi todo lo que preocupaba al
hombre de antaño y se ha abandonado en gran medida la creencia en el más allá,
en lo oculto del tarot y de los mágico, en las supersticiones.
La religión es entonces una costumbre, un modo de vivir la
vida, más que el fruto de una necesidad vital por hallar respuestas a preguntas
existenciales. Dios está presente en la mente de todos, pero el buen tiempo y
las buenas cosechas ya no dependen tanto de su voluntad como de la
meteorología, que nos explica de modo creíble por qué llueve o cómo se genera
un huracán.
Si realizásemos una encuesta en nuestras ciudades para
conocer si el hombre aún cree en talismanes, amuletos, etc., estamos
convencidos —y el lector coincidirá con nosotros— de que la respuesta sería
afirmativa.
En la presente obra se estudian los elementos que los
conforman, sus características y las fuerzas que se les suponen, así como el
modo de construirlos, consagrarlos y utilizarlos para su mejor provecho.
Finalmente se incluye un diccionario de los
amuletos, talismanes y filacterias que abarca tanto los de uso más común y
construcción más sencilla, como los más elaborados, procedentes de antiguas
culturas.
Un apasionante viaje
a través del tiempo
No cabe duda de que la evolución y la prosperidad del ser
humano fueron consecuencia de su capacidad de procurarse alimentos de modo
estable, en cantidad suficiente y con regularidad.
Si en un principio el hombre se veía obligado a perseguir
los animales en un constante ir y venir por zonas donde abundara el pasto, las
técnicas del cultivo de la tierra permitieron que se asentara en poblados más o
menos estables.
La mejora de estas técnicas, además, se tradujo en
excedentes de comidas que permitían alimentar a una población cada vez más
numerosa. Por otra parte, se podían desarrollar otras habilidades, pues se
disponía de tiempo para comprender, para experimentar. Se trabajaban los
metales y se conseguían utensilios domésticos, armas más poderosas,
herramientas que mejoraban el rendimiento del trabajo.
Estas condiciones se dieron en las tierras de Mesopotamia,
privilegiadas por la benignidad del clima y por el riego de los ríos.
Precisamente, es en esta zona donde muchos historiadores sitúan el origen de
las grandes civilizaciones.
Perviven las grandes dudas, las grandes preguntas y miedos
del hombre primitivo, pero los excedentes de alimentos y la extensión de la
sociedad permiten que algunos de sus componentes puedan dedicarse a elaborar
religiones, cultos y ritos que habrían de servir, si no para explicar, sí para
apaciguar ese terror ante lo desconocido.
El destino podía cebarse igualmente en un pueblo, y la
sequía y las plagas seguían siendo un azote, pero se disponía entonces de esos
rituales para conjurarlos.
Entre los caldeos el amuleto implica un modo de hacer
permanente —con el fin de disponer en todo momento de él— tal o cual rito
religioso o conjuro de magia negra, defensivo o preventivo, con una clara
identificación con el principio que representan. Así, llevar encima una pluma
de águila cazadora de serpientes debía proteger, precisamente, de estos
ofidios.
Estos amuletos caldeos eran básicamente naturales y se
basaban en principios de magia simpática, esto es, si se buscaba la defensa
contra una agresión, el objeto más adecuado eran las garras o los dientes de un
animal salvaje al que le servían para protegerse; si se pretendía que fuera
preventivo contra la enfermedad, se buscaba aquella planta con poderes
curativos y se llevaba siempre encima.
Por otra parte, la evolución del hecho religioso en
Mesopotamia se dirigía hacia una clara dualidad, que se distinguía por la
creencia en que los hechos benignos eran debidos a genios buenos y los malignos
a genios malos.
Por tanto, el modo de evitar la desgracia o los avatares del
destino era mantener a raya a los genios malignos mediante encantamientos y
exorcismos; estos procedimientos mágicos que se utilizaban ante manifestaciones
del mal concretas, se aplicaban en la construcción de amuletos y talismanes,
que procuraban una protección más continuada y uniforme.
Por ejemplo, para prevenir determinadas enfermedades, como
la locura, que se atribuían a la maléfica influencia del rey de los demonios,
Utug, el hechicero construía con un pedazo de madera procedente de la médula
del árbol, una reproducción grotesca y lo más horrorosa posible de la imagen de
Utug; con ella se pretendía que el demonio se asustara de su propia imagen y
abandonara el cuerpo del doliente.
El desarrollo de un lenguaje o de una simbología escrita
permitía también a los habitantes de Mesopotamia trasladar la fuerza del oficio
exorcista o rito mágico practicado por el hechicero al dominio de lo cotidiano.
En efecto, se creía entonces que la palabra escrita que
designaba un objeto disponía de las mismas facultades que dicho objeto. Y así,
para procurarse la protección que el hechicero repartía mediante un rito mágico, se grababan
en una tablilla sus palabras y se disponía de esa protección de. modo regular.
Estos talismanes, según su función, solían colocarse en la
puerta de entrada de los habitáculos, en los corrales para preservar al ganado
de la enfermedad, en las fuentes para que no se secaran, etc.
Hasta nuestros días se han conservado un buen número de
símbolos mágicos y oraciones de exor-ción grabados en grandes piedras que se
colocaban ante las casas, o en pequeños cilindros de piedra que servían para el
uso personal y protegían contra la influencia de hechiceros de lo maligno y de
los genios del mal.
En el antiguo Egipto se concebía al hombre como una tríada:
el cuerpo físico (dyet), el espíritu o cuerpo astral que nacía y moría con el
físico (ka) y el alma, ba, que al morir el hombre abandonaba el cuerpo para
dirigirse a las más altas regiones celestes.
Por ello, cuando alguien moría se decía que su ba se había
ido para reunirse con los dioses, mientras que el ka permanecía junto al cuerpo
muerto, viviendo una vida completa, aunque encadenado al sepulcro y a los
restos del dyet.
De ahí la importancia que en Egipto se daba a la
momificación de los difuntos, pues se consideraba que deteriorar o mutilar la
momia significaba dispersar el ka, eliminarlo, lo que ellos traducían como la
muerte real y total del individuo, la completa pérdida de su personalidad.
Por ello son tan frecuentes los hallazgos de toda suerte de
amuletos y talismanes en las tumbas egipcias, tanto en las de los faraones como
en las de los de simples peones, pues debían proteger a los cuerpos momificados
de los malos espíritus, de roedores e insectos y de los profanadores de tumbas.
Continuaremos con este apasionare tema en el siguiente artículo.
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